Por Daniel Toribio
Hemos visto de manera exhaustiva el informe técnico (casi siempre politécnico) de la misión del FMI de este año y el del año pasado, en los que se destaca la estabilidad que hemos tenido durante más de dos décadas, así como la resiliencia del sistema financiero y el control de la inflación dentro del rango meta.
Ambos subrayaron la importancia de mantener la disciplina fiscal y de avanzar con reformas estructurales (especialmente la fiscal y la eléctrica) como condición para un crecimiento sostenido e inclusivo.
Ahora bien, mientras que en 2024 (año de elecciones) el tono fue optimista, proyectando un robusto crecimiento hacia 5 % y felicitando la gestión de las autoridades, en 2025, en cambio, el tono se volvió cauteloso: bajó la proyección —sin que pidieran disculpas por su estimado del año pasado— a 3 % y reconoció que el dinamismo provenía casi exclusivamente del sector externo (turismo, remesas, zonas francas y minería), mientras la economía interna seguía débil.
En ambos casos, el FMI evitó entrar a fondo en los problemas que más siente la gente: empleos precarios, desigualdad, costo de la canasta básica y baja productividad.
Tampoco dijo mucho sobre la calidad del gasto público o el peso de la deuda en los servicios sociales.
En resumen, de la celebración en 2024 se pasó a la advertencia en 2025, pero sin ofrecer respuestas claras sobre cómo conectar el crecimiento externo con mejoras reales en la vida de la gente.